Por Daniel R Scott
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El pasado 26 de
marzo del año en curso, poco después del mediodía, falleció “María
Antonieta Richier de Scott”, mi madre y madre de muchos, muchísimos
hijos más. No se trata tan solo de sus seis hijos: todos los que se acercaron a
su órbita de amor experimentaron la grata sensación de ser hijos suyos. Y
fueron muchos. Cumpliría el próximo 16 de mayo ochenta años de edad. Pero Dios
dispuso otra cosa. La rapidez con la que partió del lado nuestro dejó a la
familia conmocionada. En mi caso todo ocurrió de tal manera que simplemente me
cuesta entender que lo tal sucedió. O simplemente no actúo como si mamá hubiese
fallecido. Por eso no lloré. Tenía un gran dolor en mi corazón, pero no lloré.
En el fondo de ese natural dolor, resplandecía la serenidad. Como le escribí a
alguien dos días después del deceso: "No sé qué me pasa. Siento que no
murió. Quise llorar y no pude porque me parece que no sucedió nada. Siento su
ausencia pero la siento como ese tipo de ausencia que le queda a uno en el alma
cuando un ser querido que se va de viaje. Una ausencia que no es el producto de
algo definitivo e irremediable como lo es la muerte. Es un viaje. Ella no volverá.
Pero nosotros algún día estaremos en el cielo donde ella mora
actualmente."
Lo dijo el salmista reflexionando sobre la muerte de un hijo: "¿Podré yo hacerle volver? Yo voy a él, mas él no volverá a mí." El Jesucristo en el que ella y yo creemos dijo: "En la casa de mi padre muchas moradas hay. Voy a preparar morada para vosotros." Mamá ya habita una de esas moradas. Allí está, en una casa diseñada para ella, tal cual como ella siempre la soñó y la quiso, y eso debe hacernos felices. ¿Por qué he de estar triste? Es que ya la estoy viendo arreglando con toda calma y solicitud las plantas y la grama de su jardín. Tal cual como ella siempre lo hizo de este lado de la existencia. Ese es su cielo. Esa la morada que Cristo fue a arreglar para ella. El "cielo bíblico" nos es cosa de estar cabalgando beatíficamente nubes etéreas, vestidos de blanco y tocando arpas de oro. El cielo es la transfiguración e inmortalidad de todo aquello que nuestro corazón anhela y ama.
Lo dijo el salmista reflexionando sobre la muerte de un hijo: "¿Podré yo hacerle volver? Yo voy a él, mas él no volverá a mí." El Jesucristo en el que ella y yo creemos dijo: "En la casa de mi padre muchas moradas hay. Voy a preparar morada para vosotros." Mamá ya habita una de esas moradas. Allí está, en una casa diseñada para ella, tal cual como ella siempre la soñó y la quiso, y eso debe hacernos felices. ¿Por qué he de estar triste? Es que ya la estoy viendo arreglando con toda calma y solicitud las plantas y la grama de su jardín. Tal cual como ella siempre lo hizo de este lado de la existencia. Ese es su cielo. Esa la morada que Cristo fue a arreglar para ella. El "cielo bíblico" nos es cosa de estar cabalgando beatíficamente nubes etéreas, vestidos de blanco y tocando arpas de oro. El cielo es la transfiguración e inmortalidad de todo aquello que nuestro corazón anhela y ama.
Mamá fue un ejemplo
de sacrificio y abnegación en una mala época donde el sacrificio y la
abnegación brillan por su ausencia o son considerados una estupidez. Supo
sembrar con los más genuinos actos de bondad y devoción un pedazo de su corazón
en el mío. Sirva su conducta de ejemplo. Se diga de ella lo que Leo Michelotti
dijo de su madre: "Mamá nos entregó su vida, sin guardar nada para sí. Pensó siempre
en nosotros, nunca en sí misma." Puedo pregonar a los cuatro
vientos y al que desee oír que ella fue un tesoro viviente, un ejemplo digno a
seguir. Fueron sesenta años dedicadas a la laboriosa formación de hijos, nietos
y bisnietos. Y lo que fue mejor: dándonos ese calor humano tan característico y
único en ella, calor que se traduce en buenas obras y no en meras palabras. Su
legado, ese que pasará de generación en generación y que la habrá de eternizar,
jamás se podrá justipreciar. De ella se puede escribir un libro, y no lo digo
dominado por algún tipo irracional de sentimiento filial que suele invadirnos
cuando fallece un ser querido. Su estilo de vida, lo que hizo y lo que pensó
muy bien cuadra dentro de un libro. De hecho, antes de morir me dejó un diario
muy bien escrito donde habla de sus vivencias, sensaciones y recuerdos. Ya
publicaré algunas notas de ese diario para que el lector juzgue por sí mismo.
“En mi tristeza entendí que era mamá despidiéndose de nosotros y diciéndonos que todo está bien, muy bien”.
28 Marzo 2011
Buenos dias,
ResponderBorrarLeí con emoción tu artículo sobre la muerte de tu madre.
Vivo en Francia y mi abuela tenía un hermano llamado André Richier que se fue a vivir a Venezuela en 1924.
Tuvo una hija llamada María Antonieta que nació en la década de 1950.
¿Sabes si tu difunta madre podría estar relacionada con nuestra familia?
Gracias por adelantado por tu respuesta.
Pierre Delfort