"La Primera Guerra Mundial fue una guerra
que nadie quería y una catástrofe que nadie pudo haberse imaginado."
(Henry Kissinger)
Fue soldado en los aciagos días de la Primera
Guerra Mundial o "Gran Guerra." Un francés de uniforme azul apostado
en el "frente belga" junto a muchos compatriotas más, haciéndole
frente al ejército alemán. Sin poseer la edad reglamentaria se alistó en el
ejército, en el 38 regimiento de infantería. En el cuello de su uniforme se
observa el número 23. Era muy joven para lo que vio y le tocó vivir entre 1914
y 1918. Su rostro, mozo, de rasgos finos, estaba hecho para gozar de las cosas
buenas que la vida suele ofrecer a la juventud. Pero el asesinato del
archiduque Francisco Fernando de Sarajevo en manos de un radical Serbio
precipitó a Europa en un verdadero baño de sangre. "Europa no es
cristiana." diría Gandhi
Hoy habrá jaleo, es
lo que piensa todo el mundo. Él lo sabe. Lo ha visto otras veces. Lo ha vivido.
No se engaña. Atisba las líneas alemanas desde su trinchera infestada de ratas
y piojos. A su lado, el amigo de la armónica y noches de juerga se nota
preocupado. Le tiembla el cigarrillo en los labios. Es que no vale la pena
derramar el don de la juventud en los campos de batalla, donde hombres y
caballos terminan descomponiéndose bajo el sol y la lluvia, según sea la estación
del año. Por fin el grito destemplado de la oficialidad da la orden de asalto.
Los hombres, como hormigas, salen bulliciosos de las trincheras corriendo en
línea recta hacia el enemigo. Deben cruzar alambradas, terrenos descubiertos
sin ningún tipo de protección, cubiertos de cadáveres, la llamada tierra de
nadie.
Jadeo, sudor, miedo. Balas que pasan de largo o
dan en el blanco. Se está en manos del azar, de lo que suceda, cualquier cosa.
A su lado cae de espaldas el amigo, aquel de la armónica y las noches de juerga
y camaradería. Se detiene e intenta levantarlo. "¿Dónde te hirieron? ¡Levántate!"
Lo alza para dejarlo caer de nuevo. Es inútil: quedo reducido a una maltrecha
masa sanguinolenta. El que alegraba nuestras noches de permiso. Se observa
brazos y manos: están manchados de sangre. Sigue adelante, impulsado por la
impotencia y la ira. Detiene su marcha frente a un soldado alemán hundido hasta
el cuello dentro de un pantano. Es que la explosión de las bombas, las lluvias
continuas y la tierra removida crean estas arenas movedizas artificiales.
¿Ayudarlo? No es un rostro. Ni aun un ser humano. Es el uniforme enemigo, el
que despedazó con un obús al de la armónica, el de las noches de juerga, el del
cigarrillo en la boca. Con el tacón de la bota le golpea la cabeza hasta
hundirlo varios centímetros bajo el barro. Se trata de otra víctima anónima
devorada por los campos de batalla. Sigue su marcha y al fin llega a unas
pobres ruinas defendidas por los alemanes. Escombros bombardeados y quemados. ¿Qué
sentido tiene defenderlos? Ahora si viene el combate cuerpo a cuerpo. La lucha
se torna feroz, sin tregua, impropia de una Europa civilizada, impropia de los
que han leído a los novelistas franceses o estudiados a los filósofos alemanes.
Aquí Balzac y Kant no tienen cabida y de nada sirven las manos del violinista o
la pluma del escritor. Un verso no es escudo que defiende de la muerte. ¿De qué
le sirve a nuestro soldado haber leído las obras de Verne? Con su bayoneta
atraviesa a su oponente y lo deja clavado del muro calcinado. Intenta sacarla
pero resulta infructuoso, se atoró en el cuerpo y del muro. Desiste y toma del
suelo el fusil de un soldado caído para continuar la refriega. No hay tiempo
que perder. Matas o te matan. De eso se trata la guerra
Se
da la orden de volver a las trincheras. A mitad de camino
le sorprende el estallido de una granada. El soldado se cubre en tierra pero
unas esquirlas le alcanzan una comisura de la boca. Años más tarde, ya viejo y
en otras tierras, en las fotos que se tomó de perfil, podía verse las secuelas
de esa explosión. Eso decía su esposa. Se levanta y sigue adelante hasta llegar
al refugio de su trinchera sano y salvo. Poco a poco se tranquiliza. Piensa en
el del armónica, dejado atrás para siempre, abonando la tierra de nadie. Lamenta
su muerte. Los demás también. Repasa mentalmente las muchas veces que la muerte
le rozó como una bala enemiga. Respiró un poco de gas mostaza y sobrevivió. Un obús
casi lo hace volar en pedazos la noche que montaba una guardia. "Me
acababan de relevar," explica, "cuando oí a mis espaldas un gran
estruendo. Regresé y sólo encontré trozos de carne y huesos."
Noviembre de 1918.
Acabó la guerra. Alto al fuego. El 11 de noviembre se firma un armisticio muy
desfavorable para el orgullo alemán. "Los traidores de noviembre" diría
años más tarde un nazismo amenazante. Han muerto diez millones de soldados.
Andrés Richier, el soldado de nuestro relato, fue condecorado: siempre se
ofrecía de voluntario para misiones peligrosas, como buscando más la muerte que
la gloria. Fue desmovilizado el 28 de septiembre de 1919 y, al igual que muchos
jóvenes de su condición, le dio por recorrer calles silenciosas, noches
solitarias y bulliciosos cabarets, buscando reordenar su vida...
Barbacoas, noviembre
de 1929. Andrés Richier le obsequia a su prometida una foto con la siguiente
dedicatoria: "Mirtala: conserva este recuerdo como yo conservo en mi
corazón tu amor." En la foto esta vestido de uniforme. Casi un
adolescente. Le contaría a su prometida episodios de la guerra tal cual están
descritos arriba. Y yo quise preservarlos en tinta y papel. Contraen matrimonio
en 1930 y el 16 de mayo de 1931 les nace su primogénita, María Antonieta
Richier Sánchez, una niña con una cara de muñequita que le valió de por vida el
apodo de "la nena." Mi madre
28 Abril 2011
No hay comentarios.:
Publicar un comentario