"Debemos alojar
los recuerdos en nosotros mismos sin volver nunca a posarlos imprudentemente
sobre las cosas y los seres que van variando con el rodar de la vida. Los
recuerdos no cambian y cambiar es la ley de todo lo existente" (Teresa De
La Parra)
Viernes
28 de septiembre. Voy saliendo de la universidad. Es mi tercer año de Derecho.
Como tengo varios días sin ver a mamá y la sé sola a estas horas de la tarde
decido ir a visitarla. La encontré entretenida en la preparación de su cena y
hablando consigo misma en voz alta. Esta sola, como lo supuse. Lo único que
parece no haber cambiado en la casa paterna es la presencia de mamá, el resto
tomó otros rumbos, desapareció o simplemente no cuenta. Lo que otrora era una
casa bulliciosa y llena de vida, hoy parece un santuario dedicado al silencio y
a la extinción de las cosas. Mientras mamá friega los trastos de su cena frugal
yo me asomo al patio dispuesto a ver lo que una vez existió y ya no va a
volver: a papá caminando de jaula en jaula, dándole de comer a sus legendarios
gallos de pelea, vaciando y volviendo a llenar los bebederos, exprimiéndole el
moquillo del pico a las gallinas o vacunando a los tiernos pollitos recién
salidos del cascarón. Es un digno descendiente de los andaluces aquellos que en
el siglo XVI inician esta práctica o deporte. Luego los españoles, en sus
fiebres de conquista, lo traen al Nuevo Mundo y unos siglos más tarde papá se
dejó subyugar por las riñas del pico y la espuela. Siendo un mozalbete papá se
fue un día a un caserío cercano, con un par de centavo en el bolsillo y con un
gallo como única posesión. Apostó, lo jugó, ganó y regresó a San Juan con mucho
dinero, cubierto de gloria y con un brillo triunfal en los ojos. Pero... ¡Craso
error el mío! En este patio que ahora veo, la figura de papá y el canto vigoroso
y altivo de los gallos fue sustituido por jaulas derruidas devoradas por la
maleza y el silencio de las primeras sombras de la noche. Los ámbitos de la
materia no son eternos, pero es allí donde nosotros queremos que palpite la
eternidad. Y los recuerdos y las nostalgias son unos miopes irredentos que no
ven más allá de lo que ya no existe. No quise mirar más donde nada hay y entré
de nuevo a casa, abriendo el candado que sella la puerta de lo que por muchos
años fue mi estudio. A este sitio acudía cual un monje acude a la austeridad de
su celda, cuando los ruidos del mundo me parecían demasiado pesados e
intolerables como para poder soportarlos sin la ayuda de una buena lectura.
Pero acá tampoco parece haber nada digno de contemplar: el súbito huracán de la
mudanza del pasado mes de julio dejó un desorden de objetos que no pude llevar
a nuestro nuevo hogar: libros, papeles personales sin importancia, un sable de
no sé quién, un par de zapatos estropeados en los dedos y otras cosas que no
logro etiquetar y que lucirían mejor y más lindas en el bote de la basura. En
las paredes cuelgan dentro de sus marcos unas caricaturas de Zapata, un cuadro
cinético del Padre de la Patria, un retrato al carbón de mi esposa y una foto
enorme en blanco y negro de los Beatles tomada en 1968. Sobre dos escritorios
abarrotados de libros sobresale a duras penas, como queriendo huir de un
tumulto, "La Metamorfosis"
de Kafka, libro que leí embelesado en 1983 y el cual me reveló un misterio que
ya olvidé, que cuernos, esta memoria mía no sirve. En una esquina de la
habitación luce desolado y decrépito un rústico baúl nativo de Barbacoas que
nunca se abría para nada. Hoy quise abrirlo. Al levantar la tapa recibí en la
cara un aliento a papeles viejos y a cosas guardadas que instintivamente me
hizo echar el cuerpo atrás, para evadir los olores a hongos y bacterias. Sin
embargo me inclino después y reviso hasta el fondo: veo revistas que ya no se editan,
diarios regionales que dejaron de circular, recortes de periódicos, cartas
escritas por mamá en la década de los años cincuenta, una cajita roja con
algunas espuelas de las que papá fabricaba con sus propias manos sobre el
esmeril y su vieja cartera de cuero, la última que usó, la que no cambió por
años, la que alguna vez fue de color marrón y hoy parece un trozo de pergamino
hallado en alguna cueva o monasterio de la Tierra Santa. Examino esta última
reliquia con la devota actitud del arqueólogo que descubre un evangelio
gnóstico y reviso su contenido. Todo está endeble y deteriorado: números telefónicos
de cuatro dígitos que ya nadie disca, algún que otro carnet de los días de su
vida pública, trozos de papel con una letra ininteligible, nombres, direcciones
y algunas fotos familiares en muy mal estado. En una de ellas, destacándose
sobre el blanco y negro de un horizonte llanero marchito y agrietado, se ve a
una mujer joven con dos niños: mamá, una de mis hermanas y yo, casi un recién
nacido. ¿1965? Sin duda. Papá guardó por años esta foto y yo no lo sabía ni
tampoco me importaba. Y me digo: ¿Este es el destino final de nuestras
pertenencias? ¿Este el fin de las manifestaciones materiales del espíritu y de
la mano humana? ¿Acabar en el fondo de un baúl que sólo se revisa cada veinte
años por error? Pero no pensé mucho en las preguntas. Tampoco me interesan las
respuestas. Sé lo que tengo que hacer. Cerré el baúl, sellé con candado el
estudio y me despedí de mamá, prometiéndole que volvería más a menudo. "Cuídate
mucho hijo", me dijo cuando bajaba las escaleras. "Sabes que ustedes
son la razón de mi existir". Y yo pensé: "¿Cuál es mi razón de
existir?". Son muchas, muchísimas. La primera es estar vivo. Como dijo
Mafalda: "La mejor edad de la vida
es estar vivo". Y con el don de la vida se puede hacer de todo: desde
fundar un orfanato hasta iniciar una Guerra Mundial. Cuando llegué a casa mi
esposa me esperaba con el televisor encendido. Deposité en sus manos un
ramillete de florecillas blancas de azahar que le robé al jardín de la vecina y
luego le tomé una foto aspirando sus aromas. "Tu amor es tan puro, blanco y fragante como el de estas flores
que ahora me das", dijo sonriente y con un brillo de amor en los ojos.
Mi esposa es bonita y joven, como todas las esposas de todos los hombres
enamorados. Estamos planificando un hijo para el año que viene a más tardar:
ella quiere un varoncito que se parezca a mí y yo quiero una hembrita que se
parezca a ella. No somos tan ambiciosos. Nuestro futuro y proyectos se reducen
a dos buenos empleos, una casa, un carro y muchas vacaciones para
fotografiarnos a la orilla del mar o en torno a la mesa de un desentonado
"¡Cumpleaños feliz!". Ya que estamos en la vida queremos vivirla.
Vivirla, no abusar de ella. ¿Y el pasado y los recuerdos? Bienvenidos sean,
pero dentro del corazón, que es su hábitat legítimo y natural. No hay peor
soledad y tristeza que la de aquel que no tiene nada ni a nadie que recordar.
Yo no sufro recordando: me enriquezco y siento acompañado. ¿Me entendiste amigo
mío?
Para
que no pienses que sufro….
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