Por Daniel R. Scott
Papá
está sentado a mi lado en su silla de ruedas, mirando hacia el jardín y mucho
más allá, quien sabe dónde o a qué época o a qué recuerdos. A los noventa años
el presente es el calabozo asfixiante y los recuerdos tan infinitos y poblado
de estrellas como el universo. Como estoy leyendo la Biblia y sé de sus
interrogantes reales no pierdo la oportunidad y le leo Juan 11:25: "Yo soy la resurrección y la vida. El
que cree en mi vivirá, aunque muera". Papá nunca ha creído en estas
cosas pero son precisamente estas cosas las que algunas almas a veces anhelan
escuchar cuando se está en los umbrales de la muerte. Aquí la Ciencia y la
Filosofía carecen de respuestas y parecen enmudecer. ¿Será ese el caso de mi
padre? ¿Cómo se lo tomará? Antes de leer vacilé un poco. "Un cura me dijo
cuando yo era joven que no perdiera el tiempo leyendo la Biblia" me dijo
una vez con orgullo. "Es una colección de fábulas". Vaya cura. Un
cura stalinista. Y los roces de los Scott con el clero a principio del siglo XX
fueron desagradables y poco cordiales. "Los curas se ocupaban solo de
criticar las costumbres rurales de los fieles y de expulsar del pueblo a cuanto
protestante se le ocurriera vocear sus doctrinas heréticas por las calles o
casas" me decía papá, y a continuación me contaba el episodio de aquel
pobre protestante perseguido por una turba armada de piedras y palos encabezada
por el cura de turno: "El pobre hombre se salvó porque tu abuelo, junto a
otros ciudadanos, lo resguardaron a sus espaldas mientras hacían un llamado de
calma a la turba enardecida". En materia de religión e ideas, La San Juan
de los Morros de a principio de siglo no era muy avanzada ni tolerante.
Papá
solía referir entre risas un incidente que ilustraba la relación tensa y
desagradable de mi familia con el curato en la década de los años diez y
veinte: "En una oportunidad mi tía entró a oír misa vestida de una manera
considerada indecorosa para la época: un traje que insinuaba y apenas ocultaba
la piel de sus hombros. Algunas devotas y rezanderas se escandalizaron y
murmuraron bajo sus velos y detrás de algún abanico. Entonces el cura en su
homilía arremetió contra aquellas personas ("mujeres", recalcó) que
entraban a la casa de Dios sin observar las más elementales normas del decoro
en su vestimenta.
Mi tía permaneció impasible y atenta durante todo el sermón,
sin dar señal de emoción alguna. Los presentes le echaban miradas por el
rabillo del ojo: no se podía adivinar que pensamientos o sentimientos se
ocultaban detrás de su rostro que parecía más bien una máscara. Terminado el
oficio religioso mi tía se arrodilló, se santiguó y salió de un recinto
sobrecargado de imágenes llorosas de santos, vírgenes y cristos, quedándose de
pie a un costado de la iglesia, meditativa, como esperando a alguien. Entonces
el cura cometió un gravísimo error: salió a saludar a algunos feligreses, pero
en lugar de saludos se encontró de frente con una mujer enfurecida que le
propinó una golpiza tal que el representante de Dios aquí en la tierra terminó
rodando por los suelos con todo y sotana; allí mi tía terminó de descargar su
furia dándole varios puntapié. Algunos buenos samaritanos tuvieron que rescatar
al pobre clérigo de las manos de esa fiera". Y terminaba de contar papá,
orgulloso y muy complacido, que su tía gritaba: "¡Allí dentro no le hice
nada porque es la casa de Dios; pero aquí afuera usted es un hombre como
cualquier otro!".
Esta
misma mujer fue la que se abrazó al cuello del caballo donde huía un tal
Varela, asesino de su hermano Andrés Rafael Scott. Como el animal iba muy al
galope como para ser detenido esta mujer ordinaria y aguerrida no vaciló ni un
instante y saco del cinto un puñal con el que intentó degollar a la pobre
bestia que nada tenía que ver con el homicidio. Era la única manera de detener
al criminal que mató muy malamente y por encargo al hermano de mi abuelo. Pero
de eso hablaremos más adelante.
Los
Scott, pues, nada tenían que ver con las prácticas y la ortodoxia católicas. En
una carta que escribió mi abuelo al Doctor Pedro Miguel Queremel, el 10 de
enero de 1918, dice: "Soy admirador de la teoría evolucionista; siempre he
creído que el hombre es el progreso de una raza, y esto es honroso, porque
venir de un trepador de la selva virgen a ser hombre de ciencia, culto
caballero, artesano industrioso, constructor y habitador de ciudades tan
populosas como Londres, París y Nueva York, es verdaderamente honroso". De
manera que con esos antecedentes ya mencionados no era extraño el espíritu
irreligioso y anticlerical de papá, inconcebible, según mí ver, en un hombre
que fue co-fundador del Partido Socialcristiano COPEI en 1946. Un
socialcristiano que en la práctica era más social que cristiano. Sus modos eran
más bien marxista-leninistas. Ya saben, eso de que el fin justifica los medios.
Y me parece a mí que citaba al Benemérito Juan Vicente Gómez cuando afirmaba
que los enemigos de sus amigos eran también sus enemigos, tesis reñida con la
moral cristiana que yo nunca compartí y que tantas discusiones y resquemores
trajo entre nosotros. Siempre pensé que el comunista debió ser papá y no mi tío
Horacio. Había una gran diferencia entre ambos: Horacio no creía en la fe o
argumentaba en contra de la fe; Antonio se burlaba y se reía de la fe. Se puede
dialogar con un incrédulo, pero con la burla es difícil razonar. Pero esta vez,
dada su condición de hombre físicamente postrado, quizá se tomara la fe de otro
modo. Alguien dijo que no hay ateos en las trincheras, y papá está dentro de
una trinchera de la que jamás saldrá vivo: sobre él caen los obuses del peso de
los años que debilitan y de la enfermedad que quieren arrasarlo y dejarlo
sepultado bajo los escombros de la muerte.
Así
que después de leerle la porción bíblica le pregunté: "Papá, ¿crees tú en
Jesucristo?". Después de meditarlo por unos segundos dijo que sí, asintió
con firmeza y convicción. Fue enfático en su respuesta. Quedé sorprendido. Él,
que tanto se burlaba de estos "mitos", como solía llamarlos, ahora
rinde su voluntad a ellos. Reflexioné por un instante. ¿Qué sucede con el
raciocinio cuando la muerte es una posibilidad tan inmediata que se puede
palpar con las manos? "Entonces vivirás aunque mueras" le declaré, y
a continuación le hablé de Jesucristo con mucho tacto y en los términos más
intelectuales que pude, y él aceptó una explicación que en otra circunstancia o
etapa de su vida no habría considerado ni por error. Me sentí ante la presencia
de uno de los tantos misterios de la naturaleza humana, tan incomprensible,
caprichosa y movediza. Lo llevé en la silla de ruedas a su habitación y entré a
mi estudio para leer, escribir y meditar. Ante el arcano que representa el más
allá, en los umbrales inexplorados e inconquistables de lo desconocido, se
desvanece el materialismo y prevalece en algunos contra viento y marea la sed
insaciable de prolongar la vida hasta el infinito. Las ansias de vivir son
infinitas pero las horas de la vida se desgastan con el uso. Y mientras esto
sea así creo que subsistirá la religión, desde la que se vive en las primitivas
tribus de la Nueva Guinea Papú, hasta la que se profesa con elegancia en la
catedral de Notre Dame. Me consuelo pensando que papá llegó al convencimiento
de que el día que la muerte toque a su puerta irá a estar con Cristo, que es
muchísimo mejor que vivir crucificado a una silla de ruedas.
Miércoles
27 de Octubre de 2004
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