Por
Daniel R Daniel Scott
Esa pasión por la lectura, Daniel, te
ayudo a tener toda esa riqueza lexical que posees, en tu capacidad de análisis,
en toda tu intelectualidad y a tener esa profundidad de pensamiento que siempre
te ha caracterizado.
Caridad Gouverneur Laya
Era el que lucía flamante en la biblioteca de mi hermana María Antonieta y que en mis apenas doce años de edad leía con incansable avidez en 1976.
Para ese año, todos los domingo en la tardes sin
faltar, caminaba por la avenida Luis Aparicio (ubicación de la residencia de mi
hermana) y sentado cómodamente en un mueble de madera color caoba y tapiz
mostaza, tomaba embelesado los volúmenes "olor a nuevo" arriba
citado en título y los hojeaba y leía hasta cerca del anochecer. Mi alma
rumiaba conceptos y datos históricos, geográficos y culturales, haciéndose más
grande y alta de tanto henchirla de conocimiento. A esa temprana edad (para
otros, no para mí) de juegos de trompo, metras y "yo-yo", mi única
meta y razón de ser era la lectura y la adquisición de libros, libros y más
libros... como lo sigue siendo hoy (si me
regalaban una camisa y no un libro, lo tomaba con agradecida molestia, forzando
un "¡oh gracias!")
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La
máscara de Tutankamón
Autor:
National Geographic Staff, Khaled El Samman
Fecha: 27 01 2016
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Pero, ¡cuánto amaba esas tardes dominicales!
El libro era templo, sus párrafos altares donde se tributaba adoración al
conocimiento y sus oraciones rezos e inciensos que se elevaban a la memoria de
los grandes autores y benefactores de la humanidad. ¡Ah la mitología griega que mi pupila sorbía de sus páginas! Era,
junto a la arqueología, la historia natural, la prehistoria y el antiguo Egipto
de Tutankamen, mis temas predilectos y de gran deleite. Llegué al punto de
tomar lápiz y cuaderno y redactar en esa fea caligrafía mía un "diccionario de mitología griega"
que nadie leyó jamás y que se extravió en algún lugar de mi tiempo-espacio
vital
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María Antonieta Scott Richier |
Cuarenta años más tarde y dos meses antes que mi
hermana muriera, movido por una especie de nostalgia intelectual, le escribí un
mensaje de texto a su celular preguntándole, por pura curiosidad, por los
libros verdes. Le dije del papel tan importante que jugaron en esa etapa de mi
vida. "No sé si los tengo yo o mi hijo menor" fue su como
de costumbre escueta respuesta. Eso fue el pasado septiembre...
Me olvidé del asunto, pero ahora que ella no está,
cierro los ojos y llevado por el flujo de los recuerdo contemplo la escena del
niño aquel inclinado sobre los tomos verdes del conocimiento universal.
04 de diciembre de 2017.