Por: Daniel R. Scott
Suena en el bar de los
suburbios una vieja canción mexicana de amor y de despechos. Frente a la barra,
simétricamente ordenados, hay ocho taburetes de madera gastada por mil culos de
mil borrachos anónimos que han desfilado cada uno en su momento y día por este
recinto de opaca luz. Unos viven aún, otros ya han muerto. Muchos sin un hijo o
una esposa que le cerraran los ojos, como aquel señor ya mayor de abdomen
inflamado por la cirrosis hepática que leía revistas y periódicos: pasó vaya
usted a saber cuántos días en la morgue antes de que su hijo al fin se
presentara para identificarlo.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhg3EWEHEHYeGInStYGK3AOjON4315lUvtbnT0tU0HoTiXvI0pgp0nZSQjqQjfP4vi625-JkjG_27H3QkGamnmG3MR2k2RgCJ_PJyRL-l3syfqACLiJmH9NHMYJaitfb7XNXMb4ui-aP7k/s400/1374221050_1.jpg)
Un gato negro camina
sobre la barra, ahuyenta a las chiripas, salta al piso de granito y se detiene
hierático ante la reja azul que protege al negocio del hampa incontrolada que
azota la zona, observando con proverbial impavidez gatuna a los transeúntes y
al tráfico automotor copioso a esas primeras horas de la noche.
Suena otra canción.
Esta vez el cantante informa que "Villa
está sepultado en los suelos de Chiguaguas". Pero a nadie le interesa.
Más tarde entran a la taberna unos dos o tres parroquianos con sus rostros de
nacimiento cansados no de las sanas labores del día a día sino de los duros e
inmisericordes avatares de los años amontonados. Este es un lugar de evasión
donde se intenta suprimir la desilusión, el dolor y los desengaños. Cada
botella vacía encierra una historia, un suceso, un pesar.
El poeta deja de
escribir y fija su mirada en una pared empotrada con viejas botellas de licor
cubiertas con el rocío del polvo sin limpiar. El hombre de sombrero blanco sale
del local dando tumbos y traspié, total y definitivamente ebrio. Todos se han
preguntado cómo hará este buen hombre para que sus pasos tambaleantes lo hagan
llegar a su casa sin que lo asalten por el camino.
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El Quejido |
Cesó la música. Se
produce un breve y hondo silencio. Entonces, y solo en ese instante, una
garganta suelta un inconfundible quejido etílico que encierra en su brevedad
todo el cansancio y todo el hastío de todos los hombres que han existido sobre
la faz de la tierra. Se trata del quejido de un hombre apesadumbrado y su sueño
roto.
Dejé de escribir, hice
pedazos la nota de amor y abandoné el lugar.
Abril de 2009
En mi opinión, un relato con gran carga existencialista. Logra introducir a uno en el ambiente físico y psicológico del personaje; el gato negro, las chiripas, la reja azul el sombrero blanco producen una fuerte impresión simbólica que mueven a la reflexión sobre la cruda realidad de la vida. Asimismo, puede apreciarse una profusión de imágenes que podrían producir sinestesia a quien lee con atención y entusiasmo: colores, matices, sonidos, ruidos, entre otros conjugados para producir un cuadro de desaliento, asfixia dolor retenido.
ResponderBorrarParticularmente me llamó la atención las botellas de cerveza vacías y a medio terminar, en ellas, veo simbólicamente el paso de la vida, el recuerdo de lo que fue y a la nada de lo porvenir.
En su lectura, me vino a la mente la imagen del óleo de Picasso llamado La bebedora de ajenjo, donde se retrata crudamente la soledad femenina y en general, el aislamiento del ser. Aquí, el protagonista, lo invade casi la misma atmósfera pero más dramática, pues es en un bar y no en un café como en el cuadro de Picasso y además lo invade el despecho por el amor de una mujer. De igual forma, me viene la imagen del cuadro de Edvard Munch, el grito; se siente igual y dramáticamente, no el grito sino el quejido.
La canción que se escucha en el bar: La tumba abandonada; remata la sordidez del ambiente, recordando que no somos nada y que el aliciente de la vida como lo es el amor, una vez perdido nos deja en la más espantosa condición de soledad.
Magnífico relato hermano, propio de tu brillante estilo, inteligencia y creativa escritura.